¿Sabías que la arquitectura de un espacio puede influir en tus emociones sin que lo notes? Por ejemplo, tendemos a guardar silencio al entrar en un museo, o a sentir inquietud al recorrer un pasillo largo y oscuro. Estas reacciones instintivas son respuestas de nuestro cerebro a las señales del entorno construido. Precisamente de eso se ocupa la neuroarquitectura, una disciplina que une la arquitectura con la neurociencia para diseñar espacios que generen bienestar. Dado que pasamos cerca del 90% de nuestro tiempo en interiores, tiene sentido optimizar esos espacios para cuidar nuestra salud mental y emocional. No es de extrañar que la neuroarquitectura se haya convertido en una de las grandes tendencias del diseño en los últimos años, al reconocerse que el entorno físico influye directamente en nuestra mente y conducta.
¿Qué es la neuroarquitectura?

Un ejemplo de cómo la neuroarquitectura aprovecha la luz natural y la disposición del espacio para generar sensaciones de calma, confort y seguridad.
La neuroarquitectura se define como el diseño del entorno construido aplicando principios derivados de las neurociencias. En otras palabras, consiste en crear espacios basados en conocimiento científico sobre cómo el ambiente afecta al cerebro y al comportamiento humano. El objetivo es diseñar espacios que influyan positivamente en las personas: que estimulen la memoria y la creatividad, eleven el estado de ánimo, disminuyan el estrés y hasta faciliten la resolución de problemas en la vida cotidiana.
Este campo emergente surgió a raíz de descubrimientos científicos a finales de los años 90. En 1998, los neurocientíficos Fred H. Gage y Peter Eriksson comprobaron que un entorno enriquecido puede estimular la generación de nuevas neuronas en el cerebro adulto. Este hallazgo evidenció la profunda conexión entre el espacio físico y nuestro sistema nervioso. De hecho, Fred Gage llegó a afirmar que el entorno puede modular la función de nuestros genes y, en última instancia, la estructura del cerebro; al planificar los entornos en que vivimos, el diseño arquitectónico cambia nuestro cerebro y nuestra conducta. Con esta visión, en 2003 se fundó en Estados Unidos la Academia de Neurociencia para la Arquitectura (ANFA), la primera entidad dedicada a investigar cómo el diseño arquitectónico puede mejorar el bienestar y la calidad de vida de las personas.
Principios clave de la neuroarquitectura
La neuroarquitectura analiza diversos elementos del diseño que impactan en nuestras sensaciones y estados de ánimo. Algunos de los principios más importantes son:
Luz natural y elementos naturales
La luz natural es uno de los pilares de la neuroarquitectura. Su presencia regula el ritmo circadiano, mejora el estado de ánimo y optimiza la concentración. Los grandes ventanales, las orientaciones estratégicas y el uso de materiales que reflejen la luz permiten aprovechar al máximo este recurso.
Integrar elementos naturales (como plantas, madera o piedra) potencia el vínculo con la naturaleza, generando un efecto biofílico que reduce el estrés y fomenta el bienestar. Este enfoque no solo mejora la estética, sino que influye directamente en la salud física y emocional de quienes habitan el espacio.

La luz natural y la presencia de elementos naturales como la madera y las plantas refuerzan la conexión con el entorno, mejorando el bienestar y la vitalidad del espacio.
Amplitud y altura del espacio
La dimensión y proporciones de un espacio también influyen en cómo pensamos. Por ejemplo, estudios indican que los techos altos favorecen la creatividad y el pensamiento abstracto, mientras que los techos bajos ayudan a enfocarse en tareas concretas o rutinarias. Un espacio amplio y bien ventilado tiende a resultar más agradable y reduce la sensación de agobio.
Colores adecuados
La paleta cromática de un ambiente tiene efectos medibles sobre el estado de ánimo. Los tonos suaves inspirados en la naturaleza (verdes, azules, amarillos claros) transmiten confort y reducen el estrés, haciendo que percibamos el espacio como más saludable. En cambio, colores cálidos e intensos como el rojo captan la atención y pueden generar mayor energía o incluso inquietud si se usan en exceso.
El color blanco, por su parte, destaca por su capacidad de potenciar la luz natural y transmitir una sensación de amplitud, limpieza y orden. En espacios reducidos o multifuncionales, su uso estratégico ayuda a despejar la mente y fomentar la claridad mental. Combinado con materiales cálidos como la madera, equilibra su frialdad y contribuye a un entorno armonioso.
El color negro, en cambio, aporta profundidad visual, contraste y un punto de anclaje en la composición. Su uso controlado ayuda a delimitar áreas, enfatizar elementos arquitectónicos y crear una sensación de sofisticación, siempre evitando su exceso para no generar ambientes opresivos.
Elegir los colores según la función del espacio (relajante, estimulante, etc.) es clave en neuroarquitectura.

El blanco potencia la luminosidad y el orden, mientras que el negro en la estructura aporta contraste y define el espacio, generando equilibrio visual.
Formas y líneas suaves
Las formas curvilíneas y orgánicas transmiten calma y confort al subconsciente. Este tipo de geometrías, presentes en mobiliario, arquitectura y elementos decorativos, suavizan la percepción del espacio y generan una atmósfera acogedora. Frente a las aristas duras o ángulos muy marcados, que pueden evocar tensión, las líneas suaves fluyen de manera natural y armoniosa, ayudando al cerebro a procesar el entorno sin generar estímulos agresivos.
En diseño orientado al bienestar, estas formas no solo aportan valor estético, sino que también reducen el estrés visual y favorecen la relajación. Además, invitan a la interacción social y refuerzan la sensación de seguridad psicológica, convirtiéndose en una herramienta clave en la creación de entornos que fomenten el descanso y la convivencia.

Las formas redondeadas y orgánicas reducen la sensación de tensión visual y generan un ambiente más relajante y acogedor.
Orden y confort en la distribución
Un entorno bien distribuido transmite serenidad y facilita el día a día. La correcta ubicación del mobiliario, la accesibilidad de los objetos y la ausencia de obstáculos visuales o físicos son factores clave para que un espacio resulte funcional y cómodo. En cambio, una disposición desordenada o poco práctica provoca, de forma inconsciente, microestrés y fatiga mental.
El orden en la distribución no solo responde a criterios estéticos, sino también funcionales. Una planificación cuidada optimiza la circulación, evita interferencias en el movimiento y aporta equilibrio visual. Este enfoque permite crear espacios más eficientes, donde es más fácil concentrarse, relajarse y disfrutar del entorno según las necesidades del momento.
Por ejemplo, un sofá sin una mesa auxiliar cerca produce una incomodidad sutil al no tener dónde apoyar un café o un libro, y una habitación llena de muebles mal ubicados u objetos tirados obliga a nuestro cerebro a un esfuerzo extra que acaba en estrés acumulado. En cambio, cuando el mobiliario está bien distribuido (cada cosa en su lugar, superficies despejadas, pasillos libres…) sentimos una mayor sensación de control y bienestar en el entorno.

La disposición equilibrada de muebles y elementos decorativos reduce la sobrecarga visual y fomenta la sensación de calma y confort.
¿Cómo mejora la neuroarquitectura la calidad de vida?
Cada vez más expertos reconocen que un buen diseño de espacios mejora significativamente la salud y el bienestar de las personas. Un estudio reciente en España reveló que el 66,6% de los profesionales considera que un diseño interior de calidad mejora de forma crucial la salud de quienes lo habitan, y prácticamente todos los diseñadores (más del 98%) ya priorizan el bienestar en sus proyectos. Tras la pandemia de COVID-19, esta tendencia se ha acentuado: hoy el bienestar es un valor fundamental en arquitectura y decoración. Incluso en entornos laborales se ha observado que factores como la luz natural, la ergonomía y la flexibilidad del espacio pueden aumentar hasta un 75% la productividad de los trabajadores. En resumen, diseñar con la mente en el usuario no solo embellece los espacios, sino que tiene impactos tangibles en la salud física, mental y en el desempeño diario.
En el día a día de nuestros hogares, aplicar los principios de la neuroarquitectura puede traducirse en mejoras palpables en comodidad y estado de ánimo. La iluminación es un factor clave: una única luz blanca y fría en el techo puede hacer que una sala se sienta impersonal (como una oficina), mientras que combinar varias luces cálidas e indirectas crea un ambiente más acogedor que invita a la relajación activando el sistema nervioso parasimpático. En el dormitorio, detalles aparentemente menores también cuentan; por ejemplo, dormir sin cabecero detrás de la cama puede activar en nuestro cerebro un sutil estado de vigilancia (al no sentir protección a la espalda), dificultando el descanso pleno. Añadir un cabecero brinda una sensación de seguridad que favorece el sueño. Del mismo modo, eliminar esas pequeñas molestias cotidianas – como la alfombra que siempre se arruga o el mueble mal colocado que entorpece el paso – reduce el desgaste mental y nos permite disfrutar más de nuestro hogar. En definitiva, son ajustes sencillos inspirados en la neuroarquitectura que pueden tener un gran impacto en cómo nos sentimos.
La neuroarquitectura, en suma, nos recuerda que el entorno en que vivimos actúa casi como una terapia silenciosa: el diseño inteligente de espacios puede disminuir el estrés, mejorar nuestro estado de ánimo, fomentar hábitos más saludables y hasta potenciar nuestra creatividad. A medida que la ciencia siga arrojando luz sobre la relación entre espacio y mente, veremos más arquitectos y diseñadores incorporando estos principios para crear viviendas, oficinas y ciudades que verdaderamente cuiden de las personas. Al final del día, se trata de lograr que nuestros entornos nos hagan sentir más felices, seguros y en armonía (porque nuestro bienestar empieza por los espacios que habitamos).
